Hablar de arte, hoy

Probablemente, no sería estéril el identificar metafóricamente la obra de arte con un nudo realizado con una o varias cuerdas, con un trabajo sobre un material en el que se genera una tensión y con una forma que ejerce cierta resistencia. Muchos nudos se aprietan cuanto más se tira de cualquiera de los cabos que los conforman, cuando, frente a un acto de intentar desenredarlos, se les somete a un ejercicio de fuerza, al que sólo pueden responder apretándose, cerrándose sobre sí mismos. Si aceptamos el símil, el ejercicio de la crítica de arte no podría ser tanto el de «descifrar» la obra, sino el de «desenredarla».

De igual manera, no podría predominar en el ejercicio crítico el esfuerzo por la explicación o por la mera traducción de la obra a palabras, entendida como su cierre interpretativo, como desciframiento de sus «secretos». Desenredar, por el contrario, es evidenciar sus tensiones; deshacerlas es también recorrer los modos de darse esas fuerzas, porque un nudo es también un lugar donde se cruzan varias vías ―incluso de comunicación―, diversas orientaciones. Analizar una obra consiste en seguir las tensiones que la configuran, señalando también los diversos puntos y ensamblajes de ésta con otras obras, con otros textos, con otras ideas.

Al analizar las creaciones artísticas de nuestro presente no debemos buscar reforzar la estabilidad de un presupuesto significado, su fijación, sino facilitar las maneras de su deslizarse, de su derivar, de su migrar. La crítica debe servir para proveer a la obra de posibles sentidos.

Como actividad de señalamiento de tensiones, de fuerzas, todo ejercicio de análisis evidencia la insuficiencia de todo enunciar, de todo decir, en el reconocimiento de las infinitas lecturas viables de la obra, de sus infinitas interpretaciones, de la multitud de recorridos posibles a través de ella. Lejos de verla como unión más o menos brillante de contenido y forma, se trata de esclarecer en ella los infinitos juegos de correspondencias indirectas que la constituyen esencialmente.

Si al hablar de arte asumimos elementos retóricos, lo será no para convencer ni persuadir, sino para situar la lectura de sus manifestaciones en una deriva posible de significados. Y si puede defenderse la idea de una cierta «ilegibilidad» de la obra de arte, no debe identificarse esta defensa con la de la imposibilidad de su lectura, o con nuestra cesión ante su carácter a menudo críptico, sino con la aceptación del imposible acabamiento de esa acción de desenredo; con el reconocimiento de su condición infinitamente interpretable. No olvidemos que la crítica debe evidenciar siempre las formas de un doble rebasamiento: tanto de lo que creemos que en la obra se da a leer, como también de lo que el artista quiso expresar.

Analizar una obra implica concebirla como sistema de tensiones, de relaciones de fuerza y de posibles engarces. En verdad, al acto de cuestionarnos acerca de ella debemos pedirle lo mismo que Deleuze y Guattari exigían para la comprensión de un libro: «Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro, significado o significante, en un libro no hay nada que comprender, tan sólo hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya»[1]. Ciertamente, la reflexión sobre el arte no consiste tanto en la búsqueda del significado «último» de las obras o del más acorde con la intención del artista, como en apuntar sus puntos y formas de conexión, el señalamiento de aquellas ideas o prácticas con la que conforma ensamblajes e invita a posibles derivas.

Pero también hay una cierta dimensión de alteridad en el ejercicio de análisis que no debe ser olvidada. Como afirmara Harold Bloom, el significado de un poema sólo puede ser otro poema, y más ampliamente, una gama de poemas: «El poema o poemas precursores. El poema que escribimos mientras leemos. Un poema rival, hijo o nieto del mismo precursor. Un poema que no ha sido escrito, es decir, el poema que debería haber sido escrito por el poeta en cuestión. Un poema compuesto de los anteriores en cierta combinación»[2]. Y es precisamente en el señalamiento de toda esa dimensión de virtualidad, del acto de referir a las condiciones de posibilidad de lo aún no hecho, de lo aún no creado, pero que podría surgir del campo de sentido abierto por la obra, lo que demuestra que la crítica no es sólo una práctica analítica y desenredante, sino que también debe ser un acto profundamente creativo.

(Introducción al libro Otro tiempo para el arte. Cuestiones y comentarios sobre el arte actual, Valencia, Sendemà, 2012.)



[1] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas, Capitalismo y esquizofrenia, (1980), Valencia, Pre-textos, 1994, p. 10.

[2] Harold Bloom, La ansiedad de la influencia. Una teoría de la poesía (1973), Madrid, Trotta, 2009, p. 135.


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