ARTE Y HUMANISMO DIGITAL

Juan Martín Prada

En la cultura algorítmica hemos devenido un cuerpo de datos, calculados como identidades  predecibles y conformadas por los registros-rastros de nuestras actividades y comportamientos online. Avanzamos así hacia una más «eficaz» sociedad de control, en la emergencia de lo que podríamos denominar, siguiendo la larga estela de Michel Foucault, como «gobermentalidad algorítmica».

Estamos tan habituados a los automatismos tecnológicos, se hallan estos tan profundamente integrados en nuestra vida, que no apreciamos su presencia (solo cuando hay algún fallo de conexión, una avería o sufrimos los efectos de un virus informático parece que tomamos conciencia de nuestra dependencia de ellos). Los algoritmos son omnipresentes, pero suelen escamotearse a nuestra atención.

Los procesos computacionales nos someten a una compleja racionalidad algorítmica, coproduciendo nuestra vida cotidiana y, sin que nos percatemos de ello, influyendo sustancialmente en nuestra toma de decisiones y, en última instancia,  en la gestión de nuestro deseo.

Arrastrados por los flujos digitales que incansablemente desfilan ante nuestros ojos, parecemos hipnotizados por unas máquinas proclives a promover una dimensión no individuada de la subjetividad, sino transindividual, basada en la adicción, en la dependencia, en la hipnótica inmersión digital. Salta a la vista que nuestra ya extrema dependencia de los dispositivos inteligentes está ejerciendo una mediatización cada vez más infantilizante y opresiva. Hablamos pues hoy de un contexto de entrada en máquina de la subjetividad, proceso intensificado por el ya imparable despliegue de la  inteligencia artificial en todos los ámbitos.

En este contexto de automatización, cuantificación y control y que muchos describen como de deshumanización,  debemos seguir confiando en los potenciales del arte para cubrir, al menos en parte, aquella necesidad (ya señalada por Félix Guattari en la última década del siglo pasado) de volver a dar infinito a un mundo que corre riesgo de asfixia. Esperamos pues de los artistas el imaginar vías de escape de las coordenadas limitativas marcadas por el paradigma de la tecnociencia en este estado de elevada domesticación por parte de los intereses corporativos. El arte debe ayudarnos a excentrarnos respecto a esos ejes que nos impiden el acceso a niveles más hondos, o que nos apartan de los aspectos más sutiles (y por ello más determinantes y valiosos) de la experiencia de vida en un contexto cada vez más robotizado.

Si el arte puede ser uno de los agentes principales de un nuevo humanismo en la era digital, es porque siempre ha sido modelo de emancipación en múltiples sentidos. No olvidemos que el arte contemporáneo se ha caracterizado por ser, ante todo, invención de formas de ser libre y de territorios (obras o situaciones) donde experimentar esa libertad.

Como poiesis, el arte actúa como modelo para una reapropiación de los medios de producción de la subjetividad, hoy eminentemente tecnológicos, evocando así los potenciales que en todos existen para una «autopoiesis», es decir, para una autoconstrucción de nosotros mismos en libertad.

El arte es una invitación a una forma distinta de puesta en existencia. Su poderosa función existencializante, su capacidad para la producción de subjetividades alternativas, se basa en ciertas rupturas, o en la generación de determinadas contraimágenes o imaginarios alternativos que ponen en entredicho las formalizaciones básicas dominantes en las que se nos hace encajar.

La creación artística puede anticipar ciertas vías de cuestionamiento  de todo lo que es parte de las formas convencionales de discursividad, ensayando modos de experiencia que escapan de la sobrecodificación a la que los regímenes de producción de subjetividad dominantes nos someten. En los casos de más interés hoy, sus poetizaciones inducen a formas de resingularización de la subjetividad, es decir, a su liberación de las convenciones, de la cárcel de lo normativizado, de lo férreamente definido o limitado en un contexto hipermediado digitalmente. Hay en ellas cierta forma de disidencia, de invitación al cambio, enfrentada a la estandarización de la subjetividad. Es posible que con ello tenga mucho que ver aquella consideración de Theodor W. Adorno de que sólo las obras de arte que pueden ser percibidas como formas de comportamiento tienen su raison d'étre.

Hemos de creer en las posibilidades de la creación artística para colaborar en una mutación existencial, promoviendo estilos de subjetivación alternativos más allá de las acotaciones de la condición de sujeto-consumidor (y a la que, por cierto, se orientan de manera tan eficaz los nuevos avances en inteligencia artificial).

El componente inventivo del arte está lleno de potencial mutante, capaz de instaurar nuevas coordenadas, nuevas modalidades de ser. Su capacidad de invención es, además, de reinvención. Porque el arte no solo crea nuevos lenguajes y mundos, espacios que exigen otras formas de mirar, otros ámbitos de coexistencia de los signos, sino que también reinventa los modos de vida psíquicos más generalizados, enriqueciendo nuestra relación con lo que nos rodea, invitándonos a salir de los comportamientos vicarios o especulares a los que nos impelen las lógicas corporativas que predominan en la cultura digital. Su forma de inferencia es siempre hacia nuevos territorios: de lo señalado por el arte inferimos la existencia de algo distinto no dado que se presenta como apertura a una dimensión más vital, de más intensidad, de experiencias más ricas de contenido.

Por otro lado, la vivencia de la obra de arte puede instarnos a mirar de otro modo, a existir de otra manera, alejándonos del statu quo. Es deseable que la obra de arte sea una empresa de desencuadramiento, de ruptura de sentido, que invite al sujeto espectador/participante a una recreación y reinvención de sí mismo. Es parte fundamental del humanismo digital la capacidad de las obras de arte de generar campos de lo posible alejados de los equilibrios en los que se instala nuestra cotidianidad.

En un mundo en donde todo es medido, registrado y calculado como dato (nuestra condición es la de estar procesados por un sistema dataísta enormemente eficaz) es clave la cuestión de cómo expresar el lado de lo no cuantificable, el carácter multidimensional de la experiencia.

No podemos ser solo depositarios de recomendaciones de actividades de entretenimiento y consumo, limitarnos a aceptar la condición de seres computados que se nos impone. Contra el aplanamiento de la subjetividad que todo ello implica, el arte ha de oponer cierta resistencia, generando núcleos opuestos a esa empobrecedora homogeneización, invitándonos a salir de esas redundancias limitativas que nos dominan. Debemos tratar de dejar de ser meros aceptores de informaciones y sugerencias personalizadas y devenir receptores activos, es decir, intérpretes.

Las prácticas artísticas más ambiciosas proponen modos de subjetividad distintos a los basados en la equivalencia generalizada de los signos impuesta por los discursos corporativos (y tan empeñada, por cierto, en el fomento de la distracción, siempre antítesis de la actividad interpretativa que exige el arte).

No debemos obviar que el arte contemporáneo es baluarte de la reclamación de una intensificación de la singularidad, lo cual, en ningún caso, implica caer en la exaltación o defensa de un individualismo ególatra. Es posible pensar en más individualización, en un sujeto más singular y, a la vez, más solidario.

Todos estos potenciales que son propios de la práctica artística incrementan exponencialmente sus valores como modelos-guía del humanismo renovado que tanto necesitamos en nuestros días, cuando las obras se orientan, específicamente, a la problematización del impacto de las nuevas tecnologías en la construcción de nuestra subjetividad.

Frente a un arte que mire hacia otro lado, parece necesario otro capaz de ofrecernos algo de luz en esta toma de conciencia de un contexto en el que nuestra vida se halla cada vez más intensamente articulada por las tecnologías digitales. Hoy, la tematización artística de cómo los algoritmos producen nuestro yo digital, qué significa el adquirir una «ciudadanía algorítmica» o, por ejemplo, en qué consiste nuestra condición como «públicos calculados», puede abrir líneas de gran interés para el cuestionamiento de  los regímenes acríticos e irreflexivos que nos atan a lo establecido y nos someten a los modos dominantes de producción de realidad.

El análisis existencial con el que siempre está comprometido el arte debiera orientarse hoy, prioritariamente, a las actuales formas maquínicas de producción de subjetividad. La expresión de los contornos del yo en la sociedad digital, caracterizada por incesantes flujos de datos y continuos actos comunicativos, ha de ser uno de sus cometidos. En cualquier caso, tengamos en cuenta que el potencial transformador del arte en el plano político tiene siempre menos que ver con la denuncia o reclamación explícita que con la capacidad movilizadora de sus cargas afectivas (siempre de mucho mayor alcance que aquellas).

En definitiva, en este tiempo en el que todo se ve influido ya por la asistencia por computadora, se hace necesaria la proliferación de nuevas vías de indagación poética en torno a la cuestión de la maquino-dependencia de la subjetividad.  Pero no solo para llevar a cabo una crítica de todos los peligros que en este sentido acarrean las nuevas innovaciones tecnológicas, sino también para proveernos de nuevas figuraciones sobre cómo aprovecharlas en esa tarea de reinvención de nosotros mismos. No habría que pasar por alto que la historia del arte más comprometido con el análisis crítico y creativo de los new media (el llamado media art) se ha caracterizado por ofrecer una compleja y rica combinación de crítica y positividad,  siempre abierta a la exploración de los potenciales creativos y emancipadores que toda tecnología contiene. El arte debe ser modelo de un posicionamiento crítico respecto a los efectos de sujeción y sometimiento tecnológico, pero también de los modos en los que la tecnología puede emplearse para imaginar otras formas de relacionarnos con el mundo, de tratar con él, de vivir en él.

Por otra parte, el arte ha de contraponerse a ese hundimiento de la percepción y del sentir que hoy, tan intensamente, padecemos. De hecho, los artistas que trabajan con imágenes juegan con ventaja en la aproximación crítica a la cuestión de la subjetividad dado que esta, no lo olvidemos, tiene un trasfondo netamente visual. No es casual que, habitualmente, empleemos metáforas visuales para indicar cómo interpretamos o nos relacionamos con el mundo: «yo lo veo así»; «desde mi punto de vista…». Como decía Stuart Hall, el individuo se constituye subjetivamente a través de la construcción de su campo de visión. Tanto es así que, probablemente, la definición más sencilla de subjetividad no sería sino la forma que cada uno tenemos de ver el mundo.

Frente a la visión proyectiva, especular, tan propia del contexto de los social media, el arte promueve una mirada que no trata de mostrar el reflejo de lo que somos, sino, precisamente, de lo que es ajeno a nosotros, de lo que, en su diferencia, nos exige ciertas mutaciones en nuestra subjetividad. Es por ello que la consecuencia ideal de la experiencia del arte sería la de una ampliación o ensanchamiento de nuestro punto de vista sobre el mundo, al instarnos a mirar de otro modo, a  existir de otra manera. La creación artística puede ser un campo de experimentación de primer orden sobre cómo la informatización planetaria también puede proporcionarnos otros territorios existenciales para una vida más creativa y singularizante.

En suma, la contribución más importante del arte al nuevo humanismo digital tendría que ver con el pensar nuevas subjetividades que, aunque inmersas en el contexto del capitalismo tecnológico, no participen irreflexivamente de sus sistemas de segregación y de homogeneización, vislumbrando nuevas vías para la reapropiación existencial. Hay que actuar contra las fuerzas domesticadoras, empobrecedoras o simplificadoras de la subjetividad que hoy caracterizan la cultura algorítmica.

Puede que el mayor potencial del arte como guía del humanismo renovado resida en esa mirada a la vez crítica y también cargada de positividad sobre las posibilidades inherentes a la revolución informática; esa mirada capaz de hacer valer las inmensas potencialidades de las que, sin duda, las nuevas innovaciones informáticas son también poseedoras para la resingularización de la subjetividad, para instaurar otros focos enunciativos y existenciales, otros vectores de subjetivación aún no transitados.

 

 

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